Desde el jardín de infantes, en muchas escuelas se “enseña” inteligencia emocional a los niños. A través de distintas actividades y juegos, cuentos, películas e incluso ejercicios de yoga, los chicos van aprendiendo a reconocer y gestionar sus emociones.
En el campo de la educación, ya no hay duda de que la inteligencia emocional es tan importante de desarrollar como la intelectual para llevar una vida personal y laboral plena.
Y creo que ésta es una materia pendiente que tenemos las generaciones anteriores, ya que en nuestra infancia se promovía la represión de ciertas emociones como la tristeza y el miedo, calificadas como “negativas” si es que algo así pudiera existir.
Esto se refleja, en la vida adulta en ciertas -me atrevería a decir muchas- culturas empresariales, donde “está mal vista” la manifestación y gestión de estas emociones.
No es raro, entonces, que lo mismo suceda una vez fuera de la organización. Al cerrar una etapa laboral, podemos experimentar alivio, entusiasmo y optimismo. Y también enojo, tristeza, miedo y tantas otras emociones. Todas, incluso, en un mismo día. En mi experiencia como consultora en procesos de outplacement, observo una gran diferencia si la persona puede recorrer la etapa de transición legitimando estas emociones que si por el contrario debe inhibir las mismas. Realizar un profundo trabajo de conexión, expresión y gestión emocional permite afrontar esos procesos de un modo honesto y eficaz.
¿Por qué es importante gestionar nuestras emociones en esta etapa en la que podemos sentirnos tan vulnerables?
Para que este evento que nos toca vivir sea vivenciado como una oportunidad que nos impulse hacia proyectos futuros con una actitud vital y positiva.
Quiero alertar en este punto sobre la existencia de una “falsa positividad”. En algunos casos, la persona puede sentirse presionada a manifestarse “optimista” por su propia personalidad, o condicionada por un entorno que pretende levantar el ánimo no dando lugar a la expresión de otras emociones.
Frases como “tenés que estar entero y mostrarte seguro en la entrevista”, “tenés que mirar para adelante”, y el haber ocupado por mucho tiempo el rol de “proveedor” hacen que por momentos la carga sea doble: no sólo no puede expresar emociones “negativas”, sino que en algunos casos ni siquiera se permite experimentarlas y conectar con ellas.
Las emociones no son ni buenas ni malas, ni negativas ni positivas. Son una señal, una herramienta para ayudarnos a ver qué camino tomar, y en este sentido nos pueden abrir o cerrar posibilidades. Sentir miedo -por el futuro, por el tiempo que llevará conseguir trabajo-, enojo -hacia la empresa que lo desvinculó, hacia el ex jefe, o hacia sí mismo-, tristeza -todo cierre de etapa implica un duelo, más cuando fueron muchos años con una misma rutina laboral en donde se generaron vínculos fuertes- son emociones que no sólo son normales, sino que si aparecen, nos están transmitiendo una señal.
No podemos controlar las emociones que sentimos, pero sí cómo gestionarlas, cómo elaborarlas para que no se transformen en un estado de ánimo permanente, y que funcionen como un trampolín y un aprendizaje sobre nosotros mismos y nuestros recursos.
Acciones concretas, como hablar con una persona de confianza, buscar ayuda profesional, escribir un diario, practicar un deporte, yoga, mindfulness, entre muchas otras, pueden contribuir a que vivamos esta etapa de transición de una manera más liviana, y que incluso la recordemos como un gran desafío en el que logramos conocernos un poco más y crecer no sólo como profesionales sino como personas.
Es muy probable que luego de esta experiencia no volvamos a ser los mismos. En nuestro nuevo rol, nuestro equipo se encontrará con un líder o colaborador con una mayor empatía, comprensión de los procesos emocionales individuales y grupales y quizás un facilitador para que los mismos encuentren una expresión adecuada y enriquecedora. Lo que siempre será beneficioso para la persona, el equipo y toda la organización.